De toda Europa, los españoles somos los europeos que más celebramos la Navidad (y los que mas gastamos).
De pequeña mis 3 hermanos y yo, cada año preparábamos, como en tantos hogares, un belén gigantesco y con cada año que pasaba intentábamos añadir algún efecto especial que lo singularizara.
Mi madre protestaba porque el comedor ya tenía un scalextric gigante en el suelo con el que todo el que se acercaba a la habitación sin ser avisado, tropezaba.
Por lo que el comedor, en teoría el sancta sanctorum de la casa que nunca se usaba como tal, era nuestra improvisada mesa de pin-pon, la superficie donde jugar al metrópoli, o donde mi hermano mayor, el cerebrito de los cuatro, hacia sus experimentos de química (luego se dedicó al periodismo nunca lo entenderé).
El caso es que casi con un mes de antelación a la Nochebuena, ya estábamos pensando en poner musgo, comprar nuevas luces, reparar los corderos que se nos habían caído y se le habían quedado las patas de alambre o montar un inmenso lago donde flotaran patos (que generaba cortocircuitos continuos).
No incluyo los kilos de arena que trasportábamos de la playa y que mi madre maldecía porque llenaba todo.
Obviamente la arena y el musgo eran bastante incongruentes.
El nuestro no era un belén napolitano ni lo pretendía, pero para nosotros era el mejor del mundo.
Había una fecha clave que era el 22 de diciembre, día de la lotería.
Ese día era el de la instalación del belén, en el que todo tenía que estar planificado de antemano.
Yo como mujer, en un mundo de varones y siendo la menor, solo podía aspirar a ser amanuense, obedecer órdenes de las cabezas privilegiadas de mis hermanos, líderes indiscutibles de ese microcosmos.
Como era pequeña, no entraba en colisión, solo aceptaba.
Para cuando terminábamos, ya habían saltado los plomos más de una vez, había refunfuñado mi madre y nos había dado la corriente a todos (menos mal que era de 125).
Por la noche buscábamos nuestros instrumentos y cantábamos villancicos como un coro de ranas. Compensábamos las carencias chillando, con lo que el asunto era peor.
En ocasiones íbamos a cantar a las casas de nuestros amigos y compañeros de juego que eran vecinos, que solían acompañarnos en los graznidos.
Desde esa fecha a la llegada de los Reyes Magos de Oriente, transcurrían un par de semanas y había que tener cuidado porque los reyes se movían mientras dormíamos hacia el portal, y si nos portábamos mal retrocedían y podían no llegar con los regalos.
En esas fechas nos regalaban un pavo que parecía un avestruz de grande y que convivía con nosotros un par de días hasta que lo asesinaban cortándole el pescuezo y desangrándolo las personas de servicio de mi abuela.
Nos poníamos tan malos que cuando fuimos adolescentes le mencionamos a nuestro padre que no queríamos presenciar más horrores, y podíamos cenar coliflor gratinada.
Mi padre muy respetuoso con nosotros le comento a González Montoya, que muchas gracias por el pavo, pero que no nos regalara más que los niños se impresionaban de la muerte tan brutal.
Pero mi madre, muy cabezona, siguió comprando pavo, ahora más pequeños y rellenándolos con trufa.
Aunque nosotros preferíamos los calamares frescos rellenos, un plato que también se toma en ciudades vecinas de Marruecos a pesar de que no es muy Halal.
Cuando terminábamos de cenar solíamos ir a la Misa del Gallo.
Era una noche mágica, en la que siempre solíamos tener algún detalle.
Previamente escribíamos una carta a los Reyes Magos de Oriente explicándoles que habíamos sido personas honorables todo el año (más bien dudosos).
Esas cartas las leían en Radio Juventud de Almería y estábamos pendientes de la radio que para nosotros era como ABC New, more or less (después me entere que era del padre de Rato que estaba preso aquí).
La noche del 5 de enero, la vivía como lo más grande de este mundo, con unos nervios horrorosos que casi me impedían dormir.
Mis padres nos advertían que teníamos que acostarnos pronto, porque los Reyes tenían mucho trabajo y podían llegar a cualquier hora y si nos encontraban despiertos se marcharían sin dejar regalos.
Al día siguiente madrugábamos y conteníamos la respiración antes de abrir los regalos.
Con tres años me regalaron Tintín en el Tíbet. No sabía leer, pero me fascino y a partir de entonces me dibuje con Tintín.
Con 40 años me dieron a elegir un viaje y pedí conocer el Himalaya.
No añadí que pensaba buscar a Tintín, a Chan y al Yeti de mi infancia, por si estaban todavía por allí.
Me gusta como escribes, se nota que eres muy tu, por lo que cuentas es un día de mucho jaleo, yo solo comí durante dos años un pavo, tiene mucho trabajo, no lo he visto desguesarlo, no podría…me quedo con mi jamón, lagostinos etc.
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Gracias eres un encanto. La infancia es la patria donde vuelvo a buscar el mapa del tesoro, por si todavía existe.
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De niña,mi favorito era el de Navidad, era pura mágia.De adulta, ni uno me gusta ni los festejo. O tal vez, desde tanto tiempo que vivo en España, el único que me gusta es el día de los reyes y las cabalgatas.
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A mi me sigue gustando porque me creo que lo bueno esta por llegar, se despierta en mi la niña que fui.
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Que bonito relato de tu niñez, esa costumbre ha ido desapareciendo. Trato a que la mantengan, hasta ahora, si.
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Yo creo que la mayoria todavia viven la Navidad como algo excepcional
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