
Se populariza durante la Edad Media el culto a las reliquias. Los efectos milagrosos que tiene el contacto con los restos de santos alimentan el tráfico de reliquias y también el fraude.


El culto de las reliquias es uno de los elementos más característicos y llamativos del cristianismo desde sus orígenes. Las reliquias se definen como los restos de los mártires o los santos, ya sean corporales –como los huesos, el cabello o incluso tejido orgánico– u objetos asociados con el santo en cuestión y su martirio. Se guardan en recipientes especiales, los relicarios, y se colocan en las iglesias –bajo el altar o en una capilla– para que los fieles los veneren en el día de cada santo y participen de la santidad y gracia ligadas a esos restos.


El culto a las reliquias se populariza durante la Edad Media; las gentes esperan de ellas efectos mágicos y no dudan en peregrinar cientos de kilómetros para alcanzar las más preciadas, las de los apóstoles Pedro y Pablo y otros incontables santos que hay en Roma, o la de Santiago en Compostela. Esta práctica religiosa evoluciona a lo largo del tiempo, como muestra una conocida anécdota de fines del siglo VI. La emperatriz Constantina, hija del emperador Tiberio II y esposa del también emperador Mauricio, pide al papa Gregorio Magno que le envíe la cabeza o alguna otra parte del cuerpo del apóstol san Pablo para colocarla en la capilla que está construyendo en su palacio de Constantinopla.



En su respuesta, el papa le ofrece limaduras de las cadenas que había llevado el mismo san Pablo en su cautiverio y le explica así la negativa a entregarle la cabeza:

Conozca, mi más serena señora, que la costumbre de los romanos no es, ante las reliquias de los santos, tocar su cuerpo, sino poner un brandeum [una prenda] en una caja cercana al sagrado cuerpo del santo.


El episodio ilustra la idea de que en la Cristiandad occidental, en los primeros siglos de la Edad Media, los sepulcros de los santos no suelen ser violados, al contrario de lo que ocurría en Bizancio.
Sin embargo, la realidad contradice las palabras de Gregorio: cuerpos enteros, y también pedazos de ellos, circulan por doquier, junto con objetos diversos que en algún momento han estado en contacto con Jesucristo, la Virgen, los apóstoles u otros santos.


Paños introducidos en sepulcros, ropas, instrumentos de martirio y tierra del Coliseo –lugar donde se ha dado muerte a muchos mártires– salen de Roma en manos de emisarios, peregrinos y mercaderes. El propio Gregorio Magno regala al monarca visigodo Recaredo el cáliz de la Última Cena, hallado en la tumba de san Lorenzo.

Las gentes esperan de ellas efectos mágicos y no dudan en peregrinar cientos de kilómetros para alcanzar las más preciadas


En la Alta Edad Media, las catacumbas romanas dan abundante material a los coleccionistas de reliquias. En el siglo IX, el diácono Deusdona crea una asociación destinada a su venta y comienza a exportarlas fuera de Italia. El mercado va creciendo, pero la materia prima comienza a escasear. Así, si al principio el interés se centra en objetos relacionados con Cristo, los apóstoles o los mártires, luego se extiende a los restos de otros santos, obispos, abades e incluso de reyes y aristócratas que muestran en vida alguna relación con la causa religiosa. En ocasiones el tráfico se acelera.

En 1204 durante IV cruzada, el expolio de los templos de Constantinopla procura, según Roberto de Clarí:

Dos fragmentos de la Vera Cruz, tan gruesos como la pierna de un hombre y tan largos como una media toesa. Y se encuentra también el hierro de la lanza con la que es herido el costado de Nuestro Señor y los dos clavos con que clavan sus manos y sus pies. Y se encuentra también la túnica que ha llevado y de la que es despojado cuando lo llevan al Calvario. Y se encuentra también la corona bendita con la que es coronado, que es de juncos marinos, tan puntiagudos como hierros de leznas. Y se encuentra también el vestido de Nuestra Señora y la cabeza de monseñor san Juan Bautista, y tantas otras reliquias que no podría describirlas.
Existe un auténtico ranquin de reliquias en función de su valor. Las más apreciadas son las relacionadas con la vida de Cristo, las reliquias de los apóstoles y los restos de los santos más venerados. Los cuerpos enteros, las cabezas, los brazos, las tibias y los órganos vitales tienen más importancia que otros restos humanos, y su antigüedad incrementa su valor. Los lugares con menos santos, y con menos poder económico o político, cuentan con objetos de menor relevancia. Con huesos, dientes, pieles, astillas y retales se consagran altares, se encabezan procesiones y se elaboran relicarios. Los clérigos los compran, incentivados por decretos conciliares en los que se insta a poseer reliquias para consagrar con ellas los altares.

Los laicos también las adquieren, para tenerlas en sus casas, llevarlas en sus bolsas o colgarlas del cuello. Se entiende que las reliquias ponen en contacto con la divinidad y a muchas se les atribuyen poderes sanatorios, e incluso milagrosos. La demanda incentiva el comercio; muchas reliquias pasan de un lugar a otro, algunas se fragmentan para atender todas las peticiones, otras se duplican, esto es, se falsificaban. Así se explica que, de la más importante de las reliquias de la Cristiandad, la Vera Cruz o lignum crucis –hallada por Elena, madre de Constantino, y siglos más tarde portada por los templarios en las batallas–, se veneren tantos fragmentos que, según se dice, con ellos pueden componerse varias cruces.

Existe un auténtico ránking de reliquias en función de su valor. Las más apreciadas son las relacionadas con la vida de Cristo, las reliquias de los apóstoles y los restos de los santos más venerados.

Otros santos distribuyen por sí mismos sus restos, sin necesidad de portadores. Una imaginativa leyenda cuenta cómo en Arlés, al sur de Francia, se conserva una columna de mármol muy alta, construida justo detrás de una iglesia y teñida de púrpura: es la sangre de san Ginés, un actor convertido al cristianismo en el siglo III al que el gentío infiel ata a la columna y degolla. La historia añade:

Que tras ser degollado, el santo en persona toma su propia cabeza en las manos y la arroja al Ródano, y su cuerpo es transportado por el río hasta la basílica de san Honorato, en la que yace con todos los honores. Su cabeza, en cambio, flota por el Ródano y el mar, llegó guiada por los ángeles a la ciudad española de Cartagena, donde en la actualidad descansa gloriosamente y obra numerosos milagros.

Para evitar los frecuentes fraudes que idean los mercaderes es posible poner a prueba las reliquias: si no obran un milagro se considera que son falsas. Además, deben ser aceptadas como tales por la Iglesia, pues de lo contrario venerarlas se castiga con el Purgatorio. Sin embargo, hay reliquias improbables, como el prepucio de Jesucristo, la leche de la Virgen o el cordón umbilical de la misma María, por ejemplo, o bien una pluma del Espíritu Santo, que se conserva en Oviedo, las monedas por las que se vendió Judas, distribuidas en diversos lugares, o el suspiro de san José, que se custodiaba en Blois y hoy se guarda en el Vaticano.

Estos y otros objetos crean polémicas a menudo. Guiberto de Nogent, un escéptico monje benedictino que vive entre los siglos XII y XIII, ve imposible que el diente conservado en Saint-Medard fuese de Cristo, pues era dogma de fe que su cuerpo había resucitado; y señalaba el absurdo de que hubiese dos cabezas de san Juan Bautista, una en Saint-Jean-d’Angely y otra en Constantinopla, obviando o ignorando que, en realidad, había varias.

https://historia.nationalgeographic.com.es/a/reliquias-fe-y-negocio-edad-media_8589
http://domuspucelae.blogspot.com/2012/02/historias-de-valladolid-reliquias-y.html