
Entre los diversos retratos que Velázquez hace el al Rey entre 1623-1628 está este.

Representa a un joven rey de poco más de 20 años con una imagen mucho más austera que la que caracteriza al retrato real hasta entonces.
Indumentaria sobria, carente de joyas y cualquier tipo de adornos, que pretende reflejar la voluntad regia de encarar un gobierno austero y reformista alejado del de su padre Felipe III.
El monarca aparece de cuerpo entero con traje y capa corta negro y golilla almidonada, las piernas casi juntas, con sobria y grave apostura, componiendo una figura de elegante austeridad muy al estilo de las pragmáticas contra el lujo que por entonces se dictan.
En la mano derecha el Rey sostiene un papel doblado, lo que alude a su misión burocrática del gobierno, mientras que la izquierda, la posa sobre el pomo de la espada, apenas entrevista.
Justo al lado, en segundo plano, aparece una mesa con un tapete rojo en el que descansa el sombrero del monarca.
Aunque Velázquez sigue retratando al monarca durante los 40 años en los que esta al servicio de Felipe IV, este retrato anuncia lo que van a ser sus mejores cualidades en este genero y supone un eslabón más en esa increíble crónica visual de la progresiva transformación física y psicológica que hace el artista de su principal modelo, al que demuestra conocer por fuera y por dentro.


Nace en Sevilla, con un estigma judaizante por vía paterna y no tarda en dar pruebas de su enorme talento en el taller de Francisco Pacheco.

Un artista menor pero muy culto y bien relacionado, que lo casa con su hija cuando tiene 18 años.

Su maestro se percata de su talento al poco y apoya de manera incondicional a la corte madrileña.

Seguidor en un inicio del naturalismo de Caravaggio, el primer estilo de Velázquez pertenece al género denominado de bodegones, que no se limita solo a la naturaleza muerta sino que incluyen también figuras y esbozos narrativos de inspiración sagrada.



Los 20 cuadros que se conservan de sus inicios sevillanos, es capaz no solo de tratar un tema piadoso emplazando en su primer plano un fragmento costumbrista de significado trivial, y a la vez poner el mismo esmero en representar una cabeza que una vasija de barro.


Esta inversión de planos al espectador lo introduce en lo fundamental a través de lo vanal, vulgar, un recurso anterior utilizado por el Manierismo, como también lo es la técnica del claroscuro.


El Naturalismo Barroco saca provecho de las técnicas Manieristas, pero aplicándolas en un contexto ideológico diferente, el de la Contrarreforma, de decisiva influencia en la cultura española.




Da muestras de independencia al preferir el modelo de Roelas al de su maestro Pacheco, o al fijarse en el escultor Juan Martínez Montañés, cuya influencia hace que sus primeras figuras tengan carácter volumétrico.


1616-1622 los cuadros pintados en esta primera etapa sevillana (entre los 17 y 23 años) demuestran una sorprendente madurez al tiempo que aventaja al de todos sus colegas locales.


1621 bien asesorado por su influyente suegro y maestro Pacheco, ve el cielo abierto para la carrera de su genial pupilo, al ascender a la condición del valido del nuevo monarca, Felipe IV, Don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, nacido en Roma pero de estirpe sevillana.

1622 en primavera Velázquez emprende la conquista de la Corte, lo que le permite establecer unos primeros contactos útiles a través de los hermanos Luis y Melchor de Alcázar y sobre todo de Juan Fonseca, notable coleccionista de arte y sumiller de cortina del rey.

También entonces conoce y retrata a Luis de Góngora y es probable que fuera presentado al conde duque.

A pesar de que regresa a Sevilla este viaje no es del todo infructuoso, tanto por las relaciones que ha forjado, como por haber podido contemplar los riquísimos tesoros de las colecciones reales, considerada ya como una de las mejores pinacotecas del mundo.


Año y medio después de que Velázquez emprenda ese primer viaje a Madrid, el conde duque de Olivares le manda llamar de nuevo, costeando de su propio bolsillo el que seria el segundo y definitivo viaje a la Corte del pintor, viaje que se fecha en verano de 1623.


En esa segunda estancia, Velázquez retrata al rey a satisfacción de todos, logrando de inmediato el titulo de pintor de cámara, el primer honroso empleo de una brillantísima carrera cortesana que le hace ascender hasta la categoría de aposentador del rey y le vale ser nombrado caballero de la orden de Santiago.


Aunque todas estas obligaciones cortesanas, pueda producir tal vez la falsa impresión de que le apartan de su vocación artística, no hay que olvidar los extraordinarios rendimientos que le producen precisamente en el terreno del arte, como el conocimiento de las colecciones reales o la intimidación con Rubens, al que frecuenta en las visitas de este a Madrid en 1628 o en sus viajes a Italia.


Una parte importante de la creación artística de ese momento no se cifra en la realización solo de cuadros sino en obra efímera, como entradas triunfales, túmulos funerarios, decoraciones y engalanamientos diversos, sobre los que no queda mas memoria que alguna estampa grabada.

Quitando que el encumbrar el arte al rango de disciplina liberal, como desean los artistas españoles del XVII, necesitaba de apoyarse en el escalafón cortesano, porque lo que hiciera la nobleza determinaba la pauta de cualquier actividad profesional.


El precoz triunfo de Velázquez en la Corte se debe a su calidad de retratista, según avalan sus competidores y enemigos que dicen que no sabe pintar otra cosa.

Como Santiago Moran, Vicente Carducho, Eugenio Cajés, Bartolomé González, Rodrigo de Villandrando y Francisco López.


Por si hubiera alguna duda al respecto en 1627 el concurso destinado a elegir el mejor boceto para un gran cuadro de historia con el tema de la expulsión de los moriscos y destinado a emplazarse en el Salón Grande del Alcázar, es ganado por Velázquez frente a Carducho, Cajés y Ángelo Nardi.

Calvo Serraller Francisco, Fusi Aizpurúa Juan Pablo, El espejo del tiempo, Editorial Turus, Madrid 2019
