
Nace en Benifairó de les Valls, pero su formación artística se inicia en Portugal, bajo los auspicios de Doña Juana, Hermana de Felipe II y se completa en Flandes, donde se convierte en discípulo de Antonio Moro.



Desde 1555 y hasta 33 años después cuando muere, trabaja en la corte de Felipe II.

En ella ejerce como retratista oficial, dejando una profunda huella de lo que llega a ser el retrato cortesano español.

Pues, aunque por desgracia gran parte de su producción se pierde en los incendios del Alcázar de Madrid y del Palacio del Pardo, quedan otras obras que acreditan su talento.

Confeccionadas a partir de los modelos tanto de su maestro Antonio Moro, como de Tiziano.

Una combinación de atención por los detalles y brillante factura que sintetiza muy bien la senda posterior del retrato español.

Pese a haber sido realizado cuando esta en la veintena, el retrato de El príncipe Don Carlos demuestra una sorprendente madurez por parte de su autor y establece el modelo que caracteriza su estilo idealizador.

Las niñas, vestidas de adultas, se nos muestran distanciadas y guardando el protocolo de edad, adelantándose Isabel Clara Eugenia hacia el espectador, en un tipo de representación a medio camino entre lo oficial y lo privado. Este tipo de retratos exhibían la continuidad dinástica del Monarca, al mismo tiempo que servían de recuerdo familiar en la distancia. Sánchez Coello retrató a las Infantas en numerosas ocasiones y a diferentes edades, ejemplo de la predilección que Felipe II siempre tuvo por ellas.
Este cuadro se cita en el inventario del Alcázar de Madrid de 1636, ingresando posteriormente en las colecciones del Palacio del Buen Retiro.
Algo relevante en este desdichado príncipe, de rostro y cuerpo poco agraciados y de talante huraño y agresivo.
Es el primer retrato conocido de Don Carlos, con 12 años de edad.

Representado en posición casi frontal y con la figura recortada en tres cuartos, aunque originalmente hubiera sido de cuerpo entero.
El príncipe aparece tocado con una gorra negra con plumas, portando un lujoso atavío de tonalidad amarilla con jubón y calzas anchas, recubierto con un bohemio forrado de lince, mientras que en su cinturón cuelga una espada de rica empuñadura.
Ni lo que trasluce el porte de su figura, ni los delicados trazos de su rostro y manos anuncian las deformidades que nos cuentan los testimonios.
Lo cual puede que sea debido a la voluntad idealizadora del retratista.
O que estando Don Carlos al inicio de su adolescencia no mostraba de forma tan evidente, sus defectos físicos.
De cualquier modo, el contraste de este retrato de Sánchez Coello en 1564, con el que hace 7 años después, esta vez de cuerpo entero es muy notable, pues ahí ya no se disimula la joroba y menos aún la expresión adusta y ceñuda.

Restaurado el retrato en 1990, se descubre una ventana oculta, que abre a un paisaje en cuyo cielo se distingue la figura de Júpiter y un águila que agarra las columnas de Hércules.
Episodio que ha sido interpretado, como la alianza entre Felipe II y su hijo, Principe de Asturias, Don Carlos.
Se trata de un episodio que pone en evidencia el seguimiento por parte de su autor del modelo tizianesco.
Todo ello lo convierte en uno de los mejores retratos de Sánchez Coello que demuestra una rara perfección para un pintor que todavía no tiene 30 años, a su vez esa precoz definición del prototipo del retrato cortesano que asienta su fama.

Calvo Serraller Francisco, El espejo del tiempo, Editorial Taurus, Madrid 2009.
http://dbe.rah.es/biografias/6335/alonso-sanchez-coello
