Guggenheim o el sueño americano

Conocidos por ser mecenas de artistas como Pollock, detrás de sus museos y su imperio artístico está la historia cumplida del sueño americano.

La empresa Guggenheim Partners administra una fortuna valorada en más de 100 mil millones de activos, y sus posesiones artísticas se reparten entre las sedes de su museo en Bilbao, Berlín, Venecia y en Nueva York, lugar donde surgió este imperio de marchantes y empresarios dedicados al mercado del arte que consiguió amasar esa fortuna en solo dos generaciones. Pero el origen de esta familia está al otro lado del Atlántico, fueron unos emigrantes europeos, como tantos otros, que a mediados del siglo XIX vieron en los nuevos Estados Unidos una oportunidad para tener una vida mejor.

Peggy Guggenheim

Este sueño americano –con bastante tragedia familiar–, comenzó con Meyer Guggenheim, un sastre suizo de origen judeo-alemán que nació en Suiza, en el pequeño pueblo de Lengnau. El oficio le daba lo justo para vivir y mantener a su familia, pero cada vez era más difícil llevar dinero a casa. Del otro lado del Atlántico empezaron a llegar noticias de prosperidad económica, la nueva nación vivía una fiebre del oro en los territorios del oeste, donde cada vez más llegaban nuevos colonos para ocupar las tierras de los siux, apaches y comanches.

Se asentaron en Filadelfia y durante los primeros años el patriarca de los Guggenheim trabajó en la venta ambulante de textiles

Benjamin Guggenheim

Meyer compró unos pasajes de tercera clase y emigró a Estados Unidos en 1847. Se asentaron en Filadelfia y durante los primeros años el patriarca de los Guggenheim trabajó en la venta ambulante de textiles: encajes, cintas y otros productos. Tuvo once hijos con su esposa Barbara. Cuando varios de ellos tuvieron edad suficiente ayudaron a su padre y aprendieron todo lo necesario de la fabricación de textiles.

Pasados algunos años la familia había conseguido montar su propia fábrica y Meyer envió a sus dos hijos más inteligentes, Isaac y David, a Europa para que se especializaran en los bordados suizos, con la idea de importar sus productos textiles. Consiguieron crear un negocio próspero e incluso vistieron con sus tejidos a las tropas del Ejército de la Unión durante la guerra de Secesión.

Con el dinero que ganó la familia con los uniformes militares diversificaron el negocio hacia la industria minera, empezó a comprar participaciones en varias compañías en lo que sería el germen de su fortuna. En 1881, Meyer adquirió parte de dos minas de plata en Colorado, y la jugada le salió bien, porque con los beneficios que sacaba de la venta del mineral compró nuevas minas, y poco a poco se fue haciendo con el monopolio de la industria norteamericana.

No solo empezó a invertir en las minas, también en las fábricas y en la distribución, lo que le permitió controlar todo el sector metalúrgico, pero no se quedó ahí. Viendo las posibilidades de crecimiento que tenía involucró a sus hijos en los negocios familiares y les apoyó para que le sucedieran en la dirección de American Smelting and Refining Company, de la que eran prácticamente los dueños. En los últimos años de vida, Meyer delegó en sus hijos, especialmente Benjamin y William, que continuaron ampliando su presencia con nuevas refinerías y fábricas de metales fundidos de plata, cobre y plomo. Los Guggenheim crearon un imperio a base de minerales, pero el reconocimiento a escala mundial como mecenas del arte llegaría casi un siglo después.

El patriarca murió en 1905, y sus hijos no tuvieron problemas para repartirse la inmensa herencia de sus padres. Algunos de los once hermanos se dedicaron al mundo de los negocios y la política y cinco continuaron el legado empresarial de la industria minera. Uno de ellos fue, Benjamin, que pasó a los libros de historia y a las pantallas de cine por ser uno de los millonarios que murió a bordo del Titanic.

Su hija, Peggy Guggenheim, que por entonces era una niña, sería treinta años después la que llevó el apellido de su abuelo hacia los altares del mercado del arte del siglo XX. En los inicios de la Segunda Guerra Mundial aprovechó los bajos precios por el temor a una invasión nazi y adquirió multitud de obras de arte. Después, desde Nueva York empezó a construir su propio imperio artístico, fundó la galería Art of this Century junto a Peter Matisse, y en las salas de sus galerías colgó las obras de los más importantes artistas contemporáneos como Picasso o Pollock, que hoy se pueden ver en las sedes del museo que lleva su apellido…

Benjamín Guggenheim, embarcó en el puerto de Cherburgo dispuesto a disfrutar de una travesía de ensueño en el crucero más lujoso de todos los tiempos

Morir como un caballero. Es lo que debió de pensar el menor de los Guggenheim cuando se dio cuenta que el trasatlántico en el que viajaba rumbo a América se hundía en el Atlántico. Tras ayudar a su amante a embarcar en uno de los botes salvavidas y a varias mujeres y niños, se dirigió a su camarote con una copa de coñac. Y vestido de frac se preparó para fallecer en las heladas aguas del océano.

Era el más pequeño de los hermanos de la dinastía. El quinto de los siete hijos del Meyer Guggenheim, el fundador de la célebre casa de banca que se había consolidado en Estados Unidos por los años de 1848, cuando la tierra de las oportunidades ofrecía fortuna a muchas familias europeas de origen judío, como ellos.

Benjamín parecía tener menos visión comercial que el resto de los miembros de su dinastía a pesar de que había invertido en empresas mineras, fundiciones, refinerías y hasta tenía la propiedad de una gran fábrica para la construcción de bombas y máquinas necesarias para la explotación de minas. Le llamaban el príncipe de la plata.

Era inmensamente rico, un poco extravagante y además se había casado en 1894 con Floretta Seligman, hija del banquero James Seligman, fundador de la financiera internacional J. & W. Seligman & Co. con sucursales en Londres, París o Frankfurt. Con ella tuvo a su hija Peggy, futura mecenas de las artes y descubridora de grandes artistas surrealistas y abstractos. Pero el matrimonio no funcionaba y él se entregó a amores livianos con artistas y vedettes.

Con una de ellas, una cantante francesa llamada Leontine Aubart, embarcó en el puerto de Cherburgo dispuesto a disfrutar de una travesía de ensueño en el crucero más lujoso de todos los tiempos. En abril de 1912, cuando el mundo entero se preparaba para la guerra y los Balcanes ardían en tensiones territoriales, el RMS Titanic parecía insumergible. Con él, en la cubierta de primera clase que se despedía de la costa europea, se encontraban otros potentados de ilustres dinastías como John Jacob Astor, cuya fortuna se decía ascendía a setecientos cincuenta millones de dólares y era el pasajero más rico del barco. También Isidore Strauss, Washington Rebling o Alfred Vanderbilt. ¡Nada hacía sospechar la tragedia!

Pero el trasatlántico se hundió. En el mar de Terranova. Llevaba a bordo 2.100 pasajeros y tripulación. Según contó un marinero superviviente al llegar a Nueva York, Benjamín Guggenheim, vestido con un «maillot» de lana, cooperó eficazmente en el embarque de mujeres y niños. Acabada la humanitaria tarea, entró a duras penas en su camarote y se puso el frac para morir como un «gentleman». Junto a él estaba su mayordomo, quien tampoco se libró de la muerte.

«El Titanic se hunde», publicó un día después de la catástrofe El Imparcial. Era el 17 de abril de 1912. Los primeros informes telegráficos hablaban de centenares de víctimas. Cerca de novecientos supervivientes viajaban ya hacia la costa a bordo del Carpantia, según informaciones recibidas por radiograma. Ese mismo día, el primer ministro británico, Lord Asquith, manifestaba en la sesión de la Cámara de los Comunes su admiración por los pasajeros y tripulantes que se habían sacrificado para salvar a los «más débiles». Benjamín fue uno de ellos.

Apenas había espacio en las primeras planas de los diarios para otras informaciones: las protestas de las mujeres sufragistas en Londres y las operaciones militares en Marruecos para frenar una nueva ofensiva rifeña quedaron, por unos días, relegadas a páginas interiores. El encargado de la telegrafía sin hilos no dejó de enviar, con serenidad estoica, despachos pidiendo socorro y detallando la situación del barco hasta el minuto supremo.

Aquella catástrofe llenó de horror al mundo entero: como ya entonces reflejó la prensa, no se sabía si admirar más la entereza de los oficiales que se dejaron hundir después de tratar de imponer la disciplina del salvamento a tiros del revolver mientras hacían tocar la música o a la abnegación de las familias que prefirieron morir unidas antes que separarse.

«La esposa del millonario Benjamín Guggenheim se haya en un estado de alienación verdaderamente alarmante», leemos en La Correspondencia de España (18 abril 1912). Esperaba en el puerto, pero su marido nunca llegó. Su hija tenía entonces catorce años. Parte de su fortuna fue para ellas. La otra quedo en manos de su hermano Solomon, también famoso como coleccionista de arte e impulsor de los museos de Nueva York, Venecia, Berlín y el de Bilbao a través de la fundación que lleva su nombre.

Benjamín Guggenheim: ¿qué sabemos del multimillonario heredero que murió en el Titanic? (eldebate.com)

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Publicado por ilabasmati

Licenciada en Bellas Artes, FilologÍa Hispánica y lIiteratura Inglesa.

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