

Un inesperado don nos ha dejado este segundo viaje a Italia: dos paisajes de la Villa Médicis, en que vemos como el arte velazquino que consiste en el retrato generalizado a medio universal de la pintura, acierta a retratar un jardín en dos momentos diferentes. El mediodía y la Tarde (Ortega y Gasset, Velázquez)

En tu mano un cincel
pincel se hubiera vuelto,
pincel, sólo pincel,
pájaro suelto
(Rafael Alberti a Velázquez)

Parte de Madrid, por orden de su Majestad, con el Marqués de Espínola, así comienza Pacheco, maestro, suegro y biógrafo panegirista de Velázquez, su pormenorizado retrato de la primera estancia de su yerno en Italia.

Enbarcose en Barcelona el día de San Lorenzo del año 1629.

Concretamente, su atribución a la producción de Velázquez sale a la palestra tras ser expuesto en la muestra de arte internacional de 1990, que lo llevaría a Madrid y Nueva York. En el catálogo editado, esta obra era comparada con el autorretrato del artista que se conserva en Valencia. Y ese mismo año, el experto Maurizio Marini lo propone como obra de su producción, al identificarlo con un autorretrato que se menciona entre los bienes del artista de un inventario de 1660, posterior a su muerte.
Según sus estudios sobre el maestro, Velázquez en su segundo viaje a Roma — fechado entre los años 1649 y 1650 — fue elegido miembro de la prestigiosa congregación de los Virtuosos del Panteón. Así mismo, en 1650 sería nombrado “festarolo” del día de San José, patrón de la sociedad, participando en una exposición que se realizaba con motivo de la festividad del santo a las puertas del Panteón Romano, con su afamado retrato de Juan de Pareja.
En éste nombramiento se basa Marini para atribuir el retrato masculino al pincel de Velázquez, ya que identifica en él su autorretrato, ataviado con la indumentaria típica de la orden de los Virtuosos; capa negra y cuello blanco.
A continuación, Pacheco traza una sintética relación de visitas, avatares y privilegios de los que disfruta Velázquez durante su primer recorrido italiano, con parada en Venecia, Ferrara, Centro, Loreto, Bolonia, Roma, Florencia o Nápoles, para finalizar con el regreso a Madrid, donde llega a finales de 1631, tras un año y medio de ausencia.
Aunque la información manejada por Pacheco es de primera mano, probablemente el recorrido se pueda completar con otros puntos de obligado paso como Génova o Milán.

Diego Velázquez (Sevilla, 1599 – Madrid, 1660)
Único autorretrato de Velázquez universalmente aceptado como verdadero por la crítica, si exceptuamos el que el pintor incluyó en Las Meninas. Realizado en Roma y en el mejor momento de su carrera, en él aparece Velázquez con el aspecto que tendría con unos cincuenta años, en busto corto, sobre fondo neutro, tan sólo remarcado por la golilla blanca. Procede de las colecciones vaticanas de donde fue sacado por los franceses. En 1798 pasó a manos de don José Martínez y años más tarde a don Francisco Martínez Blanch, quien lo lega a la Real Academia de San Carlos en 1835 junto con otros cuadros y objetos de sus colecciones.
Al margen de las vicisitudes del trayecto hay que reseñar la oportunidad excepcional que el viaje supone para Velázquez y el perfeccionamiento de su arte al que da lugar.

Italia es entonces la meta obligada de cualquier artista con pretensiones, pero es un privilegio poder visitarla como Velázquez, seguramente impulsado en esta empresa por Rubens y formando parte del cortejo de Ambrosio Espínola, al que unos años después retrata en el marco de la celebración de la victoria de este en la conquista de la plaza de Breda.

La mayor parte de esta primera visita a Italia de Velázquez, transcurre en Roma donde era Pontífice Urbano VIII, gran impulsor de la ciudad y mecenas de las artes, donde a su vez se está renovando el panorama artístico con la incorporación de una nueva generación de talentos como Poussin, Claudio Lorena, Andrea Sacchi o Pietro di Cortona, generación a la que pertenece Velázquez.

Del caravaggismo solo quedan los ecos de los bamboccianti, termino adoptado para definir a los seguidores del holandés Pieter van Laer, apodado Il Bamboccio, el muñecucho, el fantoche, quienes cultivan la escena de género callejeras de la vida de los bajos fondos.

Pero a su vez se esta haciendo una reinterpretación doctrinal de Anibale Carracci y su clasicismo, con vistas a recuperar la versión ortodoxa de L. B. Alberti frente a la agitada disipación del emergente Barroco decorativo.
Finalmente un gusto neoveneciano se halla en pleno proceso de imposición.
Velázquez sigue con atención estos debates, como refleja el cambio que opera en su estilo que no solo demuestra un más profundo interés por los modelos de las esculturas antiguas, con la influencia que produce, sino también altera su paleta de colores, enriquecida a partir de ahora con tonalidades frías.




Destacan entre las obras que pinta El retrato de María de Austria, reina de Hungría y dos célebres cuadros de historia, La fragua de Vulcano y La túnica de José, vivo reflejo de los cambios estilísticos mencionados.



A estos tres cuadros hay que añadir dos pequeños paisajes de la Villa Mediccis, que durante mucho tiempo son considerados fruto de su segundo viaje italiano, dada su pasmosa modernidad temática y su técnica, pero hoy se sabe que pertenecen a su primer viaje entre 1629-1630.


No hay que extrañarse ante el desconcierto de los especialistas pues son dos paisajes puros y no como hasta entonces se estilaba, como meros fondos de escenas figurativas.
Aunque en la Roma ya se hacen paisajes autónomos como lo hace Poussin, Lorena o Agostino Tassi.






Pero lo asombroso de Velázquez es la forma tan fresca y libre como los interpreta técnica y estéticamente, lo que revela que es tomado del natural.


Pero si el primer viaje italiano marca a Velázquez, no menos el segundo en 1648.

Hay sospechas que el pintor podría haber realizado otro entre medio en 1630, no se sabe.

Del segundo viaje no vuelve hasta 1651, dos años y medio y le cuesta volver, todo apunta porque lucha por quedarse allí sine die.

Hay razones de peso que explican esta demora, como el vaciado que hace de las mejores esculturas clásicas conservadas en Italia, adquirir cuadros de excepcional calidad, ganarse la voluntad de los pintores mas destacados para que trabajen en la corte española.

Es una tarea compleja que no se ha de acometer con prisas.





Todo es cumplido en su totalidad, pero también influyen temas personales entre los que el reconocimiento critico local y la sensación de libertad en todos los ordenes debieron desempeñar una parte muy decisiva.

Velázquez que tiene 50 años, disfruta de amoríos y de una nueva paternidad, pues en Roma tiene un hijo varón, del que se sigue preocupando en la distancia al regresar a Madrid.

Entre los diversos honores recibidos esta el haber sido admitido como académico de San Lucas y el de los Virtuosi del Pantheon, por no hablar del haber sido requerido para retratar al pontífice Inocencio X.

Según las crónicas, el impacto causado por Velázquez en esta estancia romana es debido a la exhibición pública del retrato de Juan de Pareja, que realiza para agilizar la mano tras pasar tiempo sin pintar y ante la inminencia de tener que retratar al Pontífice.

El éxito obtenido no es inmerecido pues el retrato del que fuera su esclavo y también pintor constituye una de las obras maestras del género.
Es además uno de los retratos más psicológicos de Velázquez, quien acierta a reflejar la acomplejada altivez de este esclavo al que da la libertad en Roma, según consta documentalmente en una célula con fecha del 23 de noviembre de 1650.
Pero si eso acontece con el retrato para ejercitar la mano, se comprende que el pasmo generado por el del Papa es aun más hondo y duradero, si bien menos espectacular por estar el cuadro resguardado de la visión común.
Inocencio X queda en un inicio desconcertado y llega a exclamar troppo vero, demasiado verdadero.

La misma exclamación que hace según Vasari el retrato de Rafael de Julio II, que sirve de inspiración al que Tiziano hace de Paulo III.


A ambos trata de emular Velázquez, superando los precedentes.
El retrato causa furor entre los artistas contemporáneos pero su impacto crece a lo largo de los años.
Así lo pone de manifiesto Reynolds, dominador del panorama pictórico durante el XVIII o en el XX Francis Bacon, quien hace una serie para recrear este retrato.








No es este el único retrato que hace Velazquez en su periodo romano.
Destacan los de los cardenales Camilo Massimi o Camilo Astali o el conocido como El barbero del Papa, que fue adquirido por el Prado hace unos años.

Trianart fotografía
CALVO SERRALLER Francisco, FUSI Juan Pablo, El espejo del tiempo, Editorial Taurus, Madrid 2009.
