Fui expulsada como persona non grata del colegio Las Jesuitinas. Era el lugar de entrenamiento de mi equipo de balonmano, o de la pandilla de gente con la que me relacionaba desde mi infancia, mi universo y me quede desarraigada de pronto.
Cruce recta el malecón desde mi colegio de monjas vascas hacia el Instituto después de repetir dos cursos, y sacar peores notas en el segundo que en el primero, que ya era difícil.
El caso es que la esperanza es lo último que se pierde y yo era entonces una adolescente dispuesta a reconstruirme moralmente, nada perdía intentando por tercera vez subir el Everest del 4 y revalida, que parecía una oposición a notaria lo menos.
Las clases eran muy antiguas, el ambiente mas caótico pero también mas alegre y libre. La clase la constituíamos todos los quinquis de todos los centros de enseñanza que como yo éramos problemáticas, no se si con el mundo, con nosotras o con todo.
Los profesores que se enfrentaban a este grupo eran voluntarios, todos muy curtidos y muy relajados además de muy respetuosos con nosotras, algo que me llamo la atención porque no estaba acostumbrada.
Los libros los compre de segunda mano, hablando con gente de otros cursos y no tenia uniforme, podía vestir como quisiera, un alivio.
Mi madre presidenta de las antiguas alumnas del colegio del que me habían dado la patada, me anuncio que al colegio de pobres donde me había mudado me iba a ir fatal…con la familia no necesitamos enemigos.
Me sorprendieron muchas cosas, pero sobre todo había un día para cine club, que era muy serio, porque tenías que opinar lo que quisieras, pero siempre argumentando, y fue un estupendo ejercicio de retórica.
Podíamos rebatir las opiniones, pero siempre argumentando. Y a la vez podíamos ser rebatidos, ahí, conocí cine de primera, Napoleón de 1921, La diligencia, Un tranvía llamado deseo, La gata sobre el tejado de zinc etc me educaron y estimularon la pasión por el cine.
Pero la mejor experiencia que me aconteció, fue con el latín. No podía cruzar la barrera tan alta de memorizar infinidad de desinencias que caracterizan nuestra lengua flexiva.
Pero la profesora que me toco, acababa de quedarse viuda, era vecina de mi abuela, era pequeñita y gordita ya entrada en los 50, pero pura pasión y alegría por lo que hacía.
Le conté la verdad, que no esperara mucho de mí que estaba condenada al fracaso.
Ella me dijo que era catedrática de latín, por vocación, pero su marido militar nunca tolero que trabajara por lo que tuvo que dejarlo con gran pesar.
Ahora que había muerto de forma repentina, estaba triste, pero alegre a la vez de volver a su vocación, llevaba muchos años sin poder dar clases.
Me dijo que lo que me ocurría era fácil de solucionar. Me proporciono varias fotocopias de declinaciones, adjetivos etc que tenía que pegar en la pared y no preocuparme de mas.
De forma natural lo integraría sin memorizar, mientras recorría con Cesar la Galia, o con Virgilio en su libro séptimo de la Eneida el viaje de Eneas, o con Marcial con sus epigramas, llorando a la pequeña esclava muerta, o traduciendo a Catulo soñaría, o las Catilinarias.
Mientras ella me explicaría las instituciones romanas, para que no me perdiera.
Me explico que cada autor tenía su música y lo mismo que un pianista joven comienza por Mozart, yo tenía que empezar con Cesar y así poco a poco ir subiendo la escala musical.
Y así lo hice.
Integre toda la información de manera relajada y placentera y en vez de fumar escondida o faltar a clase, vivía para traducir.
A partir de ahí, todo me resulto sencillo, aprendí a concentrarme, a no dar demasiada importancia a la adversidad y a ser feliz con poco.
Saque buenas notas y después fui a la Universidad.
Cuando cuento esta historia a alguien, nunca me creen porque adoro estudiar, por eso cuando oigo a los padres ponerse severos con los hijos adolescentes, les digo que sea pacientes, porque no han encontrado a la persona adecuada o quizás están todavía madurando.