| Elemento | Feudalismo (Edad Media) | Absolutismo (Edad Moderna) |
| El Estado | Fragmentado en feudos, con un poder atomizado. | Comienza a formarse el Estado nacional unificado. |
| La Nobleza | Acrecienta su poder militar y de tierras; brinda protección al rey. | Debilitada por guerras y plagas; su poder militar es desplazado. |
| La Iglesia | La institución más rica y poderosa; mantiene unida a Europa. | El rey busca adquirir dominio sobre su poder temporal; su desprestigio aumenta con la Reforma. |
| El Rey | Pierde poder militar y temporal; su título es casi simbólico. | Concentra todo el poder; es jefe del Estado y el único con ejércitos profesionales. |
| El Comercio | En decadencia; se regresa al trueque. | Renace con los viajes interoceánicos y la seguridad del Estado; se elimina las aduanas feudales. |
| Las Ciudades | En la ruina; se regresa a vivir en el campo. | Comienza a nacer la industria y con ella nuevas ciudades. |
| La Burguesía | Muy pequeña, con poco poder económico. | Acrecienta su poder económico y busca participación política. |
| La Riqueza | La única fuente es la tierra; el dinero es raro. | El dinero y el mercantilismo se expanden; la circulación de dinero es central. |
| Pensador | Críticas al Absolutismo | Propuestas de Gobierno Alternativas |
| John Locke | El poder del rey no es absoluto, no tiene derecho a suprimir los derechos naturales de los ciudadanos. | El Estado es el resultado de un pacto entre gobernantes y gobernados. Este pacto puede romperse si el gobierno no es justo, lo que da a los ciudadanos el derecho a la rebelión. |
| Montesquieu | La concentración de los poderes en una sola persona conduce inevitablemente a la tiranía y la opresión. | Propuso la separación de los poderes del Estado en tres: un poder legislativo (parlamento), un poder ejecutivo (el rey) y un poder judicial (jueces independientes). |
| Rousseau | La sociedad corrompe al ser humano y las monarquías absolutas no representan la voluntad del pueblo. | Defendió el concepto de soberanía popular, donde el poder reside en el pueblo, que delega el gobierno a un poder superior en su nombre. Favoreció un sistema republicano. |
El absolutismo fue un sistema de gobierno político que definió a las monarquías europeas durante la Edad Moderna, un período que abarca desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII.
Deriva de la noción de que la autoridad del monarca era absoluta, concentrando en una sola persona todas las funciones del poder: la elaboración de leyes, la administración de la justicia, la recaudación de impuestos y el mantenimiento de un ejército permanente.
El poder del soberano era único, indivisible, inalienable, incontrolable y pleno, lo que significaba que no podía ser sometido a la revisión de otras fuerzas políticas o instituciones. Un principio fundamental del absolutismo era que el monarca no era meramente parte del Estado, sino que, en un sentido simbólico y real, él era el Estado mismo, una idea inmortalizada en la famosa frase atribuida a Luis XIV de Francia, L’État c’est moi (El Estado soy yo).
Este modelo de gobierno, que predominó en Europa occidental, tuvo profundas repercusiones políticas, económicas y sociales que se extendieron al resto del mundo, en gran parte a través de los sistemas colonialistas e imperialistas de las potencias europeas de la época. Su estudio es crucial para comprender la evolución de las estructuras políticas y sociales que culminaron en la Europa moderna.
Es importante diferenciar el absolutismo político, el objeto de este informe, del concepto filosófico conocido como absolutismo moral». Aunque comparten la raíz etimológica, el absolutismo moral es una teoría ética que sostiene que ciertas acciones son inherentemente correctas o incorrectas, independientemente del contexto cultural o situacional. A diferencia del absolutismo monárquico, que es un régimen de gobierno histórico, el absolutismo moral es una rama de la deontología que, aunque relevante en la filosofía, no guarda relación directa con el sistema de poder del Antiguo Régimen.
La emergencia del absolutismo no fue un proceso de evolución suave, sino que estuvo marcada por conflictos y rupturas dentro de la aristocracia feudal. A diferencia de la soberanía piramidal y fragmentada de la Edad Media, donde el poder se distribuía entre el rey, los señores feudales y la Iglesia, el absolutismo representó una reorganización del poder para mantener la posición social tradicional de la nobleza. En el feudalismo, el rey era una figura con un poder militar y temporal casi nulo, y su título era meramente simbólico, ya que la nobleza, dueña de la tierra y poseedora de ejércitos de caballería, era la que realmente ejercía el poder local y efectivo.
Sin embargo, varios factores históricos debilitaron a la nobleza y crearon las condiciones para que el rey pudiera centralizar el poder. Las grandes pestes, las cruzadas y las guerras del final de la Edad Media mermaron el poder y la población de la nobleza.
Al mismo tiempo, el renacimiento del comercio y la aparición de un nuevo poder militar, basado en las armas de fuego y la artillería, cambió radicalmente la dinámica de la guerra.
La caballería feudal fue desplazada por ejércitos de infantería profesionales, que requerían una inversión masiva de dinero.
El rey, con el florecimiento del comercio y la expansión de la burguesía, fue el único que pudo acumular el capital necesario para financiar estos ejércitos permanentes y una burocracia centralizada.
Este cambio tecnológico y económico alteró la balanza de poder, obligando a la nobleza a someterse a la autoridad del rey a cambio de conservar sus privilegios sociales, transformando así el aparato de dominación feudal en una estructura de estado absolutista.
Más allá de los factores históricos, el absolutismo se cimentó sobre una sólida base ideológica y filosófica. El concepto del Derecho Divino de los Reyes fue la premisa principal. Esta doctrina sostenía que el monarca era elegido por Dios para ejercer el gobierno, lo que hacía que su autoridad fuera incuestionable e incontestable para los súbditos. Se consideraba que el soberano no tenía que rendir cuentas a un parlamento o a la sociedad en general, ya que solo debía responder a Dios.
Filósofos como Thomas Hobbes proporcionaron una justificación secular para este modelo en su obra Leviatán (1651). En su visión, el absolutismo era la única forma de escapar del «estado de naturaleza,» un estado caótico en el que el «hombre es un lobo para el hombre». Hobbes argumentaba que era necesario conferir todo el poder y la fuerza a un hombre o una asamblea de hombres para defender a los súbditos de las invasiones extranjeras y las injurias internas, garantizando así la paz y la seguridad. El Leviatán defendió un Estado absoluto, omnipotente y compacto, capaz de someter a los individuos y unificar el poder secular y espiritual en el soberano.
A pesar de la doctrina del poder absoluto, existían límites tradicionales. Las leyes divinas y naturales, el carácter cristiano del monarca y las «leyes fundamentales del reino» establecían un marco ideológico que el rey debía respetar. Aunque no siempre se expresaban de forma explícita, estas tradiciones, como las leyes de herencia o las normas de sucesión, atañían a los aspectos más profundos de la cultura y no estaban sujetas a la arbitrariedad del monarca.
La consolidación del absolutismo se basó en la centralización del poder. El monarca concentraba en sus manos todos los atributos de la soberanía, incluyendo los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Para ejercer este control total sobre vastos territorios, se necesitaba una administración pública compleja y un aparato burocrático eficiente. Funcionarios de la burguesía, que provenían del tercer estamento, asumían roles clave en la recaudación de impuestos, la administración de la justicia y la dirección de los ejércitos.
La política económica que impulsó a los estados absolutistas fue el mercantilismo. Esta doctrina, que floreció entre 1550 y 1750, tenía un enfoque pragmático centrado en el aumento del poder del Estado. El mercantilismo expresaba los intereses de los comerciantes y de la monarquía, y sus principios giraban en torno a la acumulación de metales preciosos (oro y plata), un proteccionismo comercial a través de barreras arancelarias y una balanza comercial favorable. La intervención estatal era esencial, ya que el gobierno promulgaba leyes que favorecían el comercio colonial, garantizando áreas exclusivas de exportación para la metrópoli y el monopolio de la explotación de minas.
Una característica inherente a la mentalidad mercantilista era la concepción de la economía mundial como un juego de suma cero. Esta perspectiva sostenía que la riqueza y el poder globales eran cantidades fijas, por lo que un país solo podía enriquecerse a expensas de otro. La guerra, en lugar de ser un fracaso de la política, se convirtió en una herramienta central para la política económica y de Estado. La necesidad de dinero para financiar estos conflictos, bajo la premisa de que «el dinero es el nervio de la guerra,» justificaba a su vez la alta presión fiscal sobre la población, creando un ciclo de conflicto, gasto y tributación que definía la era.
Socialmente, el absolutismo se mantuvo sobre la base de la sociedad estamental de origen feudal. Esta sociedad cerrada estaba dividida en estamentos privilegiados (la nobleza y el clero) y un estamento no privilegiado (el estado llano). Los estamentos privilegiados gozaban de exención fiscal, monopolio de cargos públicos y propiedad de la tierra, mientras que el estado llano carecía de derechos y de participación política. Las responsabilidades y la toma de decisiones dependían exclusivamente del monarca y su círculo. La presión tributaria, impuesta principalmente a los estamentos no privilegiados, se incrementaba para financiar los crecientes gastos de la burocracia, el ejército y las ostentosas cortes. Las malas cosechas, combinadas con la pesada carga fiscal, provocaban hambruna y un creciente malestar entre las poblaciones campesinas y urbanas, sentando las bases para futuros conflictos.
El reinado de Luis XIV (1643-1715) es considerado la máxima expresión del absolutismo en Europa. Tras heredar el trono a la edad de cinco años y presenciar las revueltas de la Fronda, desarrolló una profunda desconfianza hacia la nobleza. Al asumir el poder de manera personal en 1661, tras la muerte de su tutor, el cardenal Mazarino, juró no compartir el poder con nadie.
El control de la nobleza se convirtió en una prioridad para Luis XIV. En lugar de permitir que los nobles permanecieran en sus territorios feudales con sus propias esferas de influencia, Luis XIV los obligó a vivir en el opulento Palacio de Versalles, un símbolo de su autoridad y control. Versalles no era solo un lugar de residencia suntuoso; era una «jaula de oro» donde la vida de la corte se centraba en un estricto protocolo que glorificaba al rey. La competencia de los nobles por pequeños privilegios, como el derecho a cenar en la mesa del rey, los distraía de cualquier ambición política, neutralizando su poder y asegurando su sumisión.
Las políticas de Luis XIV se centraron en la unificación y la centralización. Impulsó una política de «una fe, una ley, un rey». En este sentido, revocó el Edicto de Nantes en 1685, lo que eliminó las protecciones legales de los protestantes (hugonotes). Si bien esto consolidó la unidad religiosa, provocó un éxodo masivo de protestantes cualificados y capital, lo que generó un costo económico y social significativo para el reino. El mecenazgo de las artes, la arquitectura y la cultura, incluyendo la construcción del Canal du Midi y la fundación de la Academia de Ciencias de Francia, proyectó su imagen como un monarca divino y una potencia cultural dominante. No obstante, sus continuas y costosas guerras por la hegemonía continental, como la Guerra de Sucesión Española, dejaron a Francia en un estado de agotamiento económico y social.
Enrique VIII (1509-1547) es un ejemplo de cómo el absolutismo pudo consolidarse en Inglaterra a través de la instrumentalización del poder religioso. El motor de su ruptura con la Iglesia Católica fue la negativa del Papa a anular su matrimonio con Catalina de Aragón, lo que Enrique VIII consideraba esencial para asegurar un heredero varón y la continuidad de la dinastía Tudor.
La respuesta de Enrique VIII fue el Acta de Supremacía de 1534, un documento aprobado por el Parlamento que lo declaró «Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra» en reemplazo del Papa. Este acto de control total sobre las cuestiones religiosas le permitió expropiar y vender los bienes de los monasterios, lo que no solo enriqueció la Corona, sino que también le permitió distribuir esas tierras entre la nobleza y la alta burguesía, asegurando su lealtad y sometimiento. Enrique VIII también demostró su autoridad a través de la represión brutal de cualquier disidencia. Combinó leyes extraordinariamente rigurosas, como la pena de muerte para quienes cuestionaban su autoridad, con la ejecución sumaria de opositores, incluyendo a su ministro Thomas Moro. De esta manera, «domesticó» al Parlamento, que se volvió incapaz de negarle nada, y convirtió a Inglaterra en un Estado cada vez más absoluto.
El absolutismo en España se consolidó con la llegada de la dinastía de los Borbones en el siglo XVIII. A diferencia de los Reyes Católicos y los Habsburgo, cuya visión de poder era más respetuosa con las particularidades locales y estamentales de los diversos reinos de la Monarquía Hispánica, los Borbones buscaron implementar el modelo centralizado y unificado que ya existía en Francia.
El principal instrumento de esta centralización fueron los Decretos de Nueva Planta, promulgados por Felipe V tras su victoria en la Guerra de Sucesión Española. Estos decretos, basados en el «justo derecho de conquista» de los territorios de la Corona de Aragón por su apoyo al Archiduque Carlos de Austria, abolieron los fueros, instituciones y leyes de los reinos de Aragón, Valencia, Cataluña y Mallorca. Felipe V impuso el modelo administrativo e institucional de Castilla, lo que supuso la supresión de las cortes particulares, los consejos y las aduanas internas, y la promoción del castellano como única lengua administrativa. La máxima autoridad pasó a ser el Capitán General. Aunque esta homogeneización facilitó la administración y el comercio, la pérdida de autonomía regional generó una resistencia y sentó las bases para el surgimiento de los movimientos nacionalistas en los siglos XIX y XX.
El declive del absolutismo no solo se debió a factores económicos y sociales, sino que también fue impulsado por un movimiento intelectual que cuestionó radicalmente sus fundamentos: la Ilustración. Esta corriente de pensamiento, que surgió en Inglaterra y Francia en el siglo XVIII, se basó en la primacía de la razón, el conocimiento científico, la tolerancia y el reconocimiento de los derechos naturales del ser humano. Los ilustrados rechazaron la tradición, la superstición, los privilegios estamentales y la concentración ilimitada de poder en el monarca.
Las ideas de los pensadores ilustrados ofrecieron una alternativa al modelo absolutista, sentando las bases de los sistemas políticos modernos. Sus críticas se pueden resumir de la siguiente manera:
A pesar de que algunos monarcas intentaron adoptar ideas ilustradas, un fenómeno conocido como «despotismo ilustrado,» mantuvieron su poder absoluto y los privilegios estamentales, lo que no alteró las bases del Antiguo Régimen.
Al mismo tiempo, el absolutismo contenía las semillas de su propia destrucción. El gasto excesivo, la creciente deuda y la presión fiscal para financiar guerras y burocracias crearon tensiones políticas y crisis económicas que socavaron el poder del Estado. Sin embargo, la mayor contradicción del absolutismo fue su incapacidad para integrar a la burguesía en su estructura de poder. La centralización del Estado y la política mercantilista fomentaron el comercio y la acumulación de capital, lo que directamente estimuló el enriquecimiento de la burguesía.
No obstante, el sistema social estamental se mantuvo, impidiendo que esta clase, con un poder económico cada vez mayor, obtuviera la participación política y social que deseaba. Esta contradicción fundamental convirtió a la burguesía en la principal fuerza impulsora de las revoluciones, como la Revolución Francesa, que utilizó las ideas de la Ilustración para justificar el derrocamiento de un régimen que se había vuelto disfuncional para sus intereses…
El absolutismo, como sistema político, fue un puente crucial entre el feudalismo fragmentado de la Edad Media y el surgimiento del Estado moderno centralizado. Sus logros, como la unificación de territorios, la modernización de la administración pública y la creación de ejércitos profesionales, sentaron las bases para los estados-nación contemporáneos. Sin embargo, su estructura intrínsecamente rígida y su dependencia de la represión y la desigualdad social lo hacían insostenible a largo plazo.
El anhelo por el poder llevó a los monarcas absolutistas a enfrentarse constantemente, resultando en un período eminentemente sangriento caracterizado por la voracidad de poder y control. Las crisis económicas, la creciente deuda del Estado y la incapacidad de la nobleza y el clero de aceptar reformas fiscales se combinaron con las críticas ideológicas de la Ilustración y la ambición de la burguesía para generar una tormenta perfecta que llevó a la caída del régimen en gran parte de Europa. La Revolución Gloriosa en Inglaterra, que estableció un gobierno parlamentario, y la Revolución Francesa, que abolió la monarquía absolutista, son los ejemplos más claros de este proceso de declive.
A pesar de su colapso en la mayoría de los países occidentales, el absolutismo dejó una herencia que perdura. El concepto de un Estado centralizado y el problema de la concentración de poder siguen siendo temas centrales en la política contemporánea. Aunque las monarquías absolutas son un anacronismo en la mayoría de los países, el modelo aún existe en algunas partes del mundo, lo que demuestra una evolución política divergente. El estudio del absolutismo ofrece lecciones valiosas sobre los peligros de un poder sin límites, la importancia del equilibrio de poderes y el papel de la desigualdad social en la generación de conflictos.
