La investigación arqueológica ha demostrado la importancia del estudio del vino en la protohistoria ibérica. Es un fenómeno de origen colonial fenicio y púnico que evoluciona de la importación a la producción local, convirtiéndose en un marcador de estatus social y un elemento central de los rituales de las élites.

Si bien los primeros trabajos se centran en estudios iconográficos y en la tipología de recipientes cerámicos y metálicos relacionados con el almacenamiento y consumo del vino, la investigación moderna ha trascendido este enfoque para integrar disciplinas científicas que corroboran la función de los hallazgos con una base analítica sólida.

En la década de los 80, la arqueología científica empieza a investigar la relación directa entre los envases y el comercio del vino. A partir de entonces, se generaliza una aproximación que conjuga los trabajos arqueológicos con los analíticos, una metodología que se cristaliza en proyectos como el ambicioso O.R.V.E. (Origen de la Vid y el Vino) de la O.I.V. en París.

Una de las técnicas más innovadoras para este avance es la Arqueología Molecular, desarrollada por Patrick Mc. Govern en la Universidad de Pensilvania. Este método permite analizar los poros de la arcilla en el interior de los contenedores cerámicos.

La cocción de la arcilla genera aluminosilicatos que absorben materiales orgánicos antiguos, como líquidos, y los retienen durante largos periodos de tiempo. Gracias a esta técnica, se han podido obtener dataciones sorprendentes, como la presencia de vino en contenedores del periodo Calcolítico Final en Godin Tepe, Irán (3500-3100 a.C.), y en el poblado neolítico de Ají Firuz Tepe, con fechas calibradas del 5400-5000 a.C.. En este último yacimiento, se detectó la presencia de ácido tartárico en el fondo de los recipientes, un elemento que el investigador ha identificado como exclusivo de las uvas del Próximo Oriente.

Otra vía de investigación, que busca resolver de manera definitiva el problema del origen de la vitis vinifera, es la desarrollada por la Dra. Rosa Arroyo García del CSIC. Su equipo busca polimorfismos en el ADN de las vides salvajes y domesticadas para rastrear el proceso de domesticación. Mediante este método, se ha demostrado que variedades modernas como la Cabernet-Sauvignon y la Chardonay son el resultado de cruces posteriores a la Edad Media, lo que plantea la existencia de especies autóctonas en Europa antes de la llegada de la vid oriental.

La investigación actual ha logrado establecer con claridad que la presencia de la vid en la Península Ibérica desde el Neolítico no implica la elaboración de vino. Los análisis de polen han identificado la existencia de vitis silvestris con una cronología en torno al 3000 a.C., pero no hay evidencia de la variedad domesticada, la vitis vinifera, hasta el inicio del Periodo Orientalizante, hacia el siglo VIII a.C.. Cualquier hipótesis que sugiera una producción de vino anterior carece de valor científico en el estado actual de los conocimientos.

El informe concluye que la introducción del cultivo y el conocimiento tecnológico para la elaboración del vino en la Península Ibérica se produjo de manera incuestionable a través de un fenómeno cultural de ámbito mediterráneo de expansión de gentes e ideas del Oriente hacia el Occidente. Los principales vectores de esta expansión fueron los pueblos semitas, específicamente los fenicios y, posteriormente, los púnicos. Esta afirmación está respaldada por una creciente cantidad de pruebas arqueológicas y es un punto que ya genera pocas dudas en el ámbito científico.

Para comprender la naturaleza de esta introducción, es esencial considerar el modelo económico de la viticultura en el Próximo Oriente. Las viñas no eran un cultivo sencillo; requerían una fuerte inversión inicial, abundante mano de obra y una organización social y económica centralizada, lo que las ligaba a la economía de palacio y a las directrices estatales.

Esta inversión se destinaba a un producto que, si bien no era esencial para la subsistencia, tenía un enorme valor ideológico y simbólico. De ahí que cuando los fenicios y púnicos introducen el vino en Iberia, lo hacen no como un bien de consumo popular, sino como un instrumento de poder y un bien de prestigio, cuyo consumo estaba restringido a las élites dirigentes. Este papel estratégico del vino se evidencia en la historia de Cartago, que tras la caída de Tiro en el siglo VI a.C., intensificó el cultivo de la vid en su territorio para asegurarse así el monopolio del comercio, según lo narra el historiador Timeo. La existencia de lagares en yacimientos como el poblado de San Cristóbal, dependiente de la ciudad fenicia de Gadir, sirve de evidencia material de la producción local en la Península Ibérica desde fechas tempranas, testificando la importación de las técnicas de elaboración.

Durante los primeros siglos de su implantación (VIII-IV a.C.), el vino en la Península Ibérica se mantuvo como un bien de lujo importado al alcance exclusivo de las jefaturas locales de Tartessos. Su valor simbólico y económico se derivaba directamente de su condición de producto exótico, lo que potenció su uso en rituales y ceremonias religiosas. Las pruebas de este consumo de élite se encuentran en contextos funerarios, como las ricas tumbas de la necrópolis de La Joya en Huelva. El ajuar de la famosa Tumba 17 de La Joya, fechada en el siglo VII a.C., incluía un carro ceremonial, arreos de caballo y un juego de jarro y braserillo de bronce para libaciones, junto con ánforas del tipo R-1. Esta asociación de objetos demuestra que el consumo del vino era parte de un ritual complejo y un marcador de alto estatus social.

El santuario de Cancho Roano en Badajoz, un yacimiento del interior, proporciona una de las evidencias más claras del carácter sagrado del vino entre las poblaciones del Periodo Orientalizante. Su ajuar votivo incluía un ánfora con restos de taninos, un gran vaso de factura local que imitaba una crátera griega, un cazo etrusco de bronce para servir el vino y copas áticas.

Este conjunto ecléctico evidencia un sincretismo cultural en el que las élites locales adoptaban rituales y objetos de prestigio del Mediterráneo oriental para legitimar su poder. Sin embargo, el proceso de aculturación fue selectivo.

A pesar de la importación de objetos rituales y de la presencia de banquetes funerarios, la iconografía oriental de la vid, que simbolizaba la resurrección y la fertilidad, apenas tuvo implantación en la Península Ibérica hasta la llegada de los romanos. Esto sugiere que, si bien las élites ibéricas incorporaron el vino y su parafernalia como un lenguaje del poder, no necesariamente adoptan el simbolismo religioso completo de sus orígenes.

Con la crisis de Tartessos a partir del 573 a.C., las poblaciones periféricas experimentaron un crecimiento significativo que les permitió superar la dependencia de las importaciones y consolidar una cultura del vino a gran escala. Este fue un momento clave en el que se comenzó a documentar la explotación extensiva de la vid y la elaboración de envases indígenas. Este proceso marcó un salto cualitativo: las élites ibéricas pasaron de ser meros consumidores de un bien importado a ser productores y redistribuidores, lo que les otorgó una nueva autonomía económica y cultural. La producción local de vino no fue solo un acto de imitación, sino una declaración de poder que se materializaba en la gestión de un recurso estratégico.

El poblado fortificado de L’Alt de Benimaquía en Denia, Alicante, es uno de los mejores ejemplos de este salto cualitativo. Las excavaciones han documentado la existencia de hasta cuatro lagares, cuya extensión física indica un nivel de producción que «superaría los niveles de autoconsumo» y que, por lo tanto, apuntaba a la distribución hacia otros poblados peninsulares. Esta evidencia es irrefutable, ya que la presencia de lagares es el único indicio inequívoco de la vinificación, a diferencia del mero hallazgo de pepitas de uva, que podrían pertenecer a uva de mesa o pasas, un producto estrella en la antigüedad. El poblado de La Quéjola en Albacete, por su parte, demuestra la consolidación de esta cultura en el interior.

Este pequeño oppidum especializado en el almacenamiento, y probablemente la elaboración, del vino, muestra que la casi totalidad de las ánforas eran de producción local, aunque continuaban tipologías fenicio-púnicas.

El hallazgo de un espacio sagrado con un quemaperfumes figurado de una diosa oriental en bronce subraya la estrecha vinculación entre la producción de vino y las élites, que utilizaban el vino como un modo de expresión de su estatus aristocrático-caballeresco.

El uso del vino también se consolidó en los rituales funerarios del mundo ibérico, como evidencian los silicernia o banquetes funerarios. La necrópolis de Los Villares en Albacete es un caso paradigmático.

En ella se documentaron dos silicernia en los que se habían quemado y sellado minuciosamente una gran cantidad de materiales, incluyendo más de 80 piezas de vajilla ática (copas, escifos, etc.). La presencia de esta abultada vajilla de cerámica griega demuestra la existencia de celebraciones comunales en torno a la bebida para conmemorar a personajes de la élite, donde el vino funcionaba como un elemento vinculante entre nobles aristocratas.
En la necrópolis de El Salobral, también en Albacete, el valor simbólico del vino se eleva a un nivel superior. En la Tumba nº 21, los huesos cremados del difunto se depositan dentro de una crátera griega de figuras rojas. Este acto revela que el recipiente, un objeto de prestigio importado, trascendió su función utilitaria para convertirse en un receptáculo sagrado para el difunto, materializando su heroización post-mortem. El uso de vajilla importada de esta manera trascendió su simple función de consumo para convertirse en un lenguaje simbólico de prestigio, poder y pertenencia, fusionando el mundo local con el lenguaje cultural del Mediterráneo.
Finalmente, el estudio de las vías de comunicación, tanto marítimas como terrestres, es un componente esencial para entender la difusión de la cultura del vino. El descubrimiento del pecio del Sec en Mallorca, y el desarrollo de la arqueología subacuática en España, demostró un comercio marítimo mucho más profundo de lo que se pensaba. Para la distribución terrestre, se propone que la Vía Heraclea fue el elemento encardinador de los primeros territorios ibéricos, como lo sugiere la coincidencia entre los poblados de más antigua cronología y su proximidad a esta ruta.
La escasez de ánforas en el interior puede explicarse por la hipótesis de que el vino se redistribuía en odres de piel por su ligereza y menor fragilidad, mientras que los hallazgos de ruedas y carros en yacimientos como El Amarejo y El Castellar de Meca demuestran la existencia de una red de transporte terrestre bien articulada que facilitó el comercio y la difusión del vino hacia las élites del interior. La red de distribución de vino, por lo tanto, no solo refleja la dinámica comercial, sino también la jerarquía social y económica de la época, mostrando cómo la cultura del vino se convirtió en un sistema dinámico con nodos de producción y distribución en todo el territorio.
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