Según la UNESCO, el monasterio egipcio de Santa Catalina tiene la biblioteca más antigua del mundo de las que han estado funcionando ininterrumpidamente desde su fundación, que constituye un importante atractivo turístico, por la tradición de que tras sus muros se conserva la zarza ardiente que vio Moisés cuando subía al monte Sinaí.

Se ubica en la península homónima, al pie de la montaña -cuya ascensión también es una de las actividades que no dejan de hacer los visitantes-, como legado de una de las tres grandes religiones abrahámicas que hubo en Egipto (cristiana, judía y musulmana).

Surgido a partir de una capilla que mandó construir Flavia Julia Elena, esposa del emperador Constancio Cloro y futura santa, a su alrededor se establecieron varios monjes que dieron origen a la comunidad. Se trata de un recinto cuadrangular cerrado por altos muros de arenisca que erigió Justiniano en el siglo VI para protegerlo defensivamente, albergando una basílica de cinco naves, donde se guarda un esqueje de la zarza, y una mezquita que nunca se usó porque se cometió el error de no orientarla a La Meca.

El pacto de MahomaDentro del complejo esta la mejor colección que existe de iconos medievales (desde los siglos V y VI), que consiguieron salvarse, gracias al relativo aislamiento del cenobio en pleno desierto, de la destrucción iconoclasta; entre ellos figuran el Pantocrátor del Sinaí, la Escalera al Paraíso y el más antiguo que hay sobre un tema del Antiguo Testamento.

En el versículo inicial de la traducción al árabe del Evangelio de Marcos, faltan las palabras «Hijo de Dios». Crédito: St. Catherine’s Monastery
Destacan tambien los mosaicos que decoran los suelos de varias dependencias. Pero hay algo que resulta aún más valioso y es la citada biblioteca, compuesta por tres mil quinientos volúmenes en múltiples lenguas.
En ella está la mayor colección mundial de códices y manuscritos antiguos después de la del Vaticano. Destaca el Codex Sinaiticus -que contiene la Biblia original más completa que se conserva -fechado en torno al año 345 d.C. y descubierto en el siglo XIX por el erudito Konstantin von Tischendorf, una copia de los evangelios en lengua siríaca, derivada del arameo oriental y datada en el siglo V; una copia de la Apología de Arístides (la original en griego se ha perdido); o una copia de las Vidas de Mujeres Santas del año 779, también en siríaco.
Hay que añadir un buen conjunto de manuscritos árabes medievales, incluyendo la llamada Ashtiname de Mahoma, es decir, el acuerdo por escrito pactado por el Profeta con los monjes, donde les ofrece protección, les exime de impuestos y les libera de cooperar en asuntos militares.
Incluso se dio la situación contraria: soldados del califato fatimí se encargaron de custodiar el monasterio y ayudar a sus titulares en la llegada de víveres y demás…
En una habitación del monasterio de Santa Catalina en las montañas del Sinaí un descubrimiento casual en 1975 cambió el estudio de los textos bíblicos. Entre cientos de manuscritos olvidados apareció una versión en árabe de los evangelios que contenía una peculiaridad reveladora: en su primera línea, el Evangelio de Marcos no identificaba a Jesús como Hijo de Dios.
Este hallazgo, aparentemente menor, es solo una de las más de 500.000 variantes textuales que los expertos han identificado en los manuscritos del Nuevo Testamento, un rompecabezas que ahora comienza a resolverse gracias a una herramienta inesperada: la biología evolutiva.
La transmisión de los textos antiguos nunca fue un proceso perfecto. Desde las obras de Aristóteles hasta los evangelios cristianos, cada copia manuscrita acumulaba cambios: errores involuntarios, correcciones deliberadas o incluso reinterpretaciones teológicas. Con el paso del tiempo estas modificaciones crearon una red tan compleja que los métodos tradicionales de análisis ya no bastan para rastrear su evolución.
Explica el Dr. Robert Turnbull, investigador de la Universidad de Melbourne y autor del reciente estudio Codex Sinaiticus Arabicus and Its Family. :
Era inevitable que se colaran errores, pero algunos cambios no eran accidentales. Los escribas a veces mejoraban el texto, armonizaban contradicciones o incluso añadían explicaciones.
Frente a esta maraña de variantes, los expertos han recurrido a la filogenética, una técnica desarrollada por biólogos para reconstruir el árbol genealógico de las especies. El método, que también se usó durante la pandemia para rastrear mutaciones del COVID-19, analiza cómo se heredan y transforman ciertos rasgos. En lugar de comparar genes, los textualistas lo aplican a las palabras.
Señala Turnbull:
Los manuscritos se comportan casi como organismos vivos. Cada copia hereda mutaciones del manuscrito anterior, y al estudiar esos patrones, podemos reconstruir su historia.
El proceso no es sencillo. Para analizar la traducción árabe descubierta en Santa Catalina, el equipo utilizó un supercomputador que evaluó millones de posibles relaciones entre cientos de manuscritos griegos, latinos y siríacos. Los resultados ubicaron al texto dentro del llamado tipo textual cesariense, una familia de manuscritos vinculada a las primeras comunidades cristianas de Oriente Próximo.
Entre los hallazgos más interesantes está la mencionada omisión de las palabras Hijo de Dios en Marcos 1:1. ¿Fue un error del copista árabe, una decisión teológica o un reflejo de una versión más antigua? El análisis filogenético señala que no fue un accidente aislado, ya que otros manuscritos, como el Codex Koridethi (siglo V), comparten la misma variante.
Aclara Turnbull:
Esto no significa que el texto original no incluyera la frase, pero sí demuestra que hubo tradiciones tempranas donde esa afirmación cristológica era menos enfática. Son pistas de cómo se leía la Biblia en contextos distintos.
La técnica no se limita a los textos bíblicos. Actualmente, se aplica a obras como Los cuentos de Canterbury de Chaucer o los escritos del historiador romano Tito Livio. Incluso podría usarse para estudiar las versiones de Shakespeare, cuyas obras circulaban en copias no autorizadas antes de su publicación oficial.
Concluye Turnbull:
Cuanto más refinemos estos métodos, mejor entenderemos qué decían los textos antiguos y cómo los interpretaban quienes los copiaban. Al final, cada manuscrito es una ventana a una comunidad, una época y unas manos que, sin saberlo, participaron en la construcción de la historia.
Robert Turnbull, Codex Sinaiticus Arabicus and Its Family
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